miércoles, 29 de octubre de 2008

SER PIEDRA


Agustín, nos ha dejado en un comentario, este artículo que os pasó Bata (he puesto en los enlaces el blog de la persona que lo escribió, "historias del rugby", hay otros muy interesantes).
Me ha resultado conmovedor y os lo pongo en una entrada porque no estoy muy segura de que leais los comentarios.

"Cuando comencé a jugar, solía mirar a los rivales durante los minutos previos al partido, mientras llegaban al vestuario. Calculaba su tamaño y el peso, la potencia que desarrollarían en un choque, la posibilidad de hacerme daño contra alguno de ellos. Los había pequeños, sí, construidos de nervios, pero con esos no me toparía demasiado a menudo en el campo. Esos siempre se escapan. A mí me tocaban los pesados, los de las espaldas anchas, los altos, los grandes, los fuertes, los de la cara desagradable, los de las orejas sujetas con cinta aislante, los del cuello rugoso. Los delanteros. Yo era uno de ellos, y aún lo soy, pero estaba al otro lado. Los miraba y sentía temor. Dudaba que yo inspirase esa impresión en ellos.
El tiempo ha borrado del todo ese miedo, que se desvanecía en la protección amiga del vestuario, y en las risotadas que precedían al partido. Lo que no desaparece y nunca lo hará es el cosquilleo que me recorre en las horas previas y que anula cualquier otro pensamiento. Esa loca anticipación me fascina.En esos instantes mi cabeza es tan ajena a la realidad que no proceso ninguna otra información. Juego el partido al menos dos veces: una en mi cabeza, horas antes; otra ya en el campo.
En el rugby hay dos momentos y dos lugares incomparables. El primero tiene lugar en el vestuario, justo antes de que comience la acción. Digo acción porque decir jugar sería no decirlo todo: eso no es jugar, es algo más o yo lo siento así. Lo comprendes por el espeso silencio en que se viste el equipo, por el ritual de vendas, linimento, cremas calentadoras, masajes, cinta para sujetar las torsiones articulares, esparadrapo, fundas en los dientes, vaselina en el rostro, balones golpeados contra los hombros, cuellos en violentas rotaciones, miradas obtusas, tensión en las voces, miradas contra el espejo descifrando letanías de embrutecimiento. Lo sabes cuando, por fin, la camiseta baja sobre el cuerpo. Una vez que la camiseta está sobre el cuerpo, ya no hay nada más. Nada que pensar, nada que decir, nada que temer. Sólo una coraza que aprisiona el esqueleto, haciéndolo duro, intocable, resistente, poderoso. Entonces es cuando deseas ser piedra.
El segundo instante es algo posterior y mucho más efímero. Dura apenas unos segundos y lo contiene el momento en que la pelota va a ponerse en juego, va a planear levemente como una bomba fatal hasta caer al otro lado de la muralla. Y hay que ir a buscarla. Hay que ir por cojones, como uno va a al frente, fastidiado (puede), pero queriendo esa obligación, amándola, porque uno sabe lo que va a encontrar allá enfrente: un muro de cuerpos que aguarda la colisión frente a otro muro de cuerpos. En ese instante, uno no piensa, pero siente que está rezando para que los pulmones se abran y no se interpongan en lo que ha de ocurrir durante 80 minutos, para que no te detenga un solo dolor ni un solo golpe. Para ser piedra, otra vez, todas las veces. La razón está suprimida y sólo se autoriza el funcionamiento de lo indispensable. Todo lo que tiene que ver con la pelota, el espacio, el contrario, la demolición, el ensayo. Es curioso porque, después de ese primer choque contra la pared, hay que ponerse a pensar y no dejar de hacerlo. Pensar y sufrir, empujar y pensar, pasar y pensar, correr hasta allá y pensar, placar y pensar, empujar y empujar, pensar y empujar. Ser piedra. En ese silencio de tonelada en el que se oye el viento, revientan las voces cuando un pelotazo se levanta en el aire. Hay que ir. Ahí donde caiga... ahí comienza la historia"

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